Territorios rotos, infancias heridas
- Eric Bernal
- 3 may
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El síntoma del niño no puede ser entendido como un fenómeno aislado o meramente individual. Por el contrario, su aparición responde a una lógica estructural en la que el niño ocupa un lugar dentro del entramado de su entorno familiar.
De este modo, el síntoma aparece como una respuesta, no elegida, pero sí significativa, a lo no resuelto o no simbolizado en la relación entre los adultos que lo rodean. El niño puede incluso llegar a convertirse en el síntoma de la pareja, es decir, en el lugar en el que se condensan y expresan los conflictos, tensiones o vacíos del vínculo parental.
En particular, cuando el deseo de la madre no es mediado por la función paterna, el niño corre el riesgo de quedar atrapado en la fantasía materna, asumiendo un rol que responde más a las necesidades inconscientes de los otros que a su propio desarrollo subjetivo.
Cuando un niño percibe tensiones, rupturas, pérdidas o amenazas dentro del entorno familiar, aunque no se le digan, aunque no las comprenda racionalmente, su sistema nervioso las registra como señales de peligro biológico.
En ese sentido y en términos biológicos puede traducirse en un conflicto de separación, territorio, identidad o protección, dependiendo del contenido y de la forma en que el niño lo perciba desde su propio umbral de sensibilidad.
Así, un niño puede desarrollar un eccema (conflicto de separación), un asma (conflicto de miedo en el territorio) o síntomas digestivos (conflicto de bocado indigesto), como una respuesta adaptativa a un entorno que ha vivido como amenazante o incoherente, aun cuando no lo exprese verbalmente.
En el marco de las constelaciones cerebrales descritas por el Dr. Hamer, la constelación post-mortem* nos permite comprender ciertos comportamientos extremos en adolescentes. Cuando el adolescente ha presenciado la ruptura del núcleo familiar y, poco después, la pérdida de un ser querido, o una amenaza existencial grave, como el abandono afectivo de ambos padres.
La constelación postmortal se configura cuando dos conflictos biológicos están activos de manera simultánea, impactando ambos hemisferios cerebrales. Específicamente, esta constelación se produce por la activación conjunta de:
un conflicto de frustración sexual (relacionado con la imposibilidad de concretar o resolver un vínculo de cercanía biológica o territorial con una pareja o figura significativa), que impacta el relé cerebral correspondiente a los túbulos colectores renales del hemisferio derecho o izquierdo según la lateralidad biológica del individuo, y
un conflicto de pérdida territorial (relacionado con la pérdida real o percibida de un miembro del grupo, de un lugar simbólicamente propio, o de una función vital dentro del territorio), que impacta el relé opuesto en el cerebro.
Ambos conflictos deben permanecer activos para que la constelación se establezca. Al activarse en hemisferios opuestos, generan un patrón neurológico particular que altera el estado de conciencia del individuo, provocando una disociación de la percepción de sí mismo y del entorno. Desde una perspectiva estrictamente biológica, este patrón busca ofrecer una solución adaptativa ante una situación percibida como biológicamente insoportable, permitiendo que el organismo se mantenga funcional pese a la pérdida o frustración profunda vivida.
No se trata de una patología, sino de una configuración cerebral funcional que expresa, en su lenguaje biológico, un intento de adaptación extrema ante la ruptura simultánea de dos ejes vitales: el de la unión (frustración sexual) y el de la pertenencia (pérdida territorial).
En adolescentes, esta constelación puede adquirir una dimensión especialmente delicada, ya que el aparato psíquico aún en formación puede quedar marcado por una fijación simbólica al objeto o vínculo perdido, afectando su identidad, sus vínculos y su sentido de pertenencia. En algunos casos, el joven desarrolla una especie de doble vivencia existencial: la suya propia y la del ausente.
Esta constelación coloca al joven en un estado de percepción alterada en el que la vida pierde su valor biológico, generando conductas de alto riesgo, impulsos suicidas, una marcada desconexión con la realidad o incluso la sensación de ya estar “muerto en vida”.
Desde la perspectiva de las 5 Leyes Biológicas, estos comportamientos no son síntomas de un “trastorno mental” en el sentido convencional, sino expresiones precisas de una estrategia de supervivencia neurológica extrema, cuyo propósito es proteger al individuo del sufrimiento cuando el conflicto supera sus umbrales de adaptación.
Comprender esta constelación no implica justificar ni romantizar el sufrimiento, sino reconocer que la biología del adolescente está haciendo lo posible por sostenerse ante la imposibilidad de nombrar un dolor que ha sido vivido en aislamiento biológico y simbólico. La clave, entonces, no está en medicalizar ese estado, sino en restablecer vínculos protectores, brindar presencia viva y facilitar una escucha que permita resignificar la experiencia desde un lugar donde el sentido vuelva a ser posible.
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